El Tártaro




El Tártaro 


Toca el timbre y los alumnos gritan. Los acompaño con aplomo, con los pies amortajados y un bastón en la espalda. Van cinéticos jinetes, decapitan y los caballos transpiran, agarran el apero, van las guainas flameando las crines sobre la cara, que no me arrancan porque saben que voy al sacrificio, so huaso: hace tiempo aprendí a no asustarme del malón que me carnea. Falta poco para entrar al aula y alcanzar la cima, al fin, de Kukulkán. Entro y cierro de un portazo, todos tiesos esperando, y como Quetzales miran que me planto y como bruja parto, subo un pie y prendo fuego el nervio de la hoguera, levanto la hoja y asquerosos unitarios escupo nombres, maulas digo, cállense la boca, tiemblo un poco y me pierdo entre verdugos. De a poco aprendo a sentirlos hombres, no ya dioses, y a resignarme por la peste bubónica con que infestan mis sueños; todas ratas, ratas unitarias asquerosas. Dejo la lista y les repaso los ojos, grito un poco y se amedrantan. Todo verbo y gárgara. De magister nada; solo existe el libro de texto proscripto que es mi Biblia y mi Corán, mi Popol Vuh y mi Sangre, y sobre él me abro y me explayo y convenzo a mis captores de convicciones que descreo: Amadís y el campeador, Poe y su tristeza y alguna otra cosa que ellos dormitan entre sus divinos dedos, releo cuentos y grito un poco, mañana voy a tener un papá gritando y le voy a arrancar los ojos. El sacrificio tiene sus cuotas que voy pagando para no ser menos que el bravo Juan Moreira. Ya me siento en una ciudad sobre un pantano y me da miedo que se hunda, que la prendan fuego. Cortés me trata de bárbaro desde aquel banco y aquel me grita loco. ¿Loco? ¿Yo, loco? Ésta si no te la voy a perdonar, saco un arma y disparo. 
Van veinte años en Devoto.

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