Los abismos

A la tierna edad de los catorce el puritanismo me rozó la boca y jugó la sotana entre mis pies. Alguna que otra vez me imaginaba en los altares de las calles gritando ofrendas, sacrificios y pancartas: quería ser Dios entre los hombres, jugaba con ello. Gritaba, muy de vez en cuando, en mi cuarto, sólo, preguntándome que qué mal había hecho, porqué no era digno de la estigmación, quiénes eran en verdad esos santos y porqué no podría ser como ellos. Jugaba a ser Dios y Dios se reía de mí, como un arcángel, adentro mío. Veía las flores y me asombraba de su belleza, y quería ser ellas, no quería al lobezno dentro mío, y por ello lloraba. Y por ello renunciaba a las mujeres. Las rechazaba no por malas; creía que yo era sólo, un solitario, casi un paria de la dulzura… ¡Contradicción humana!. Destinado estaba, me suponía, a salvar al mundo, a gritar al mundo la santidad de las cosas buenas, y no de las malas. El acto más inocente de consecuencias adversas ya me entristecía y me desvariaba: así casi llegué a estar loco.
  Hubo un día, lo recuerdo bien, que se me acercó una muchacha y me preguntó porqué no la quería. Le contesté lo que yo era, menos que Dios y Jesús, pero que en mi intento iba a morir, lo sabía, y llevaría una vida un tanto digna y un poco magra. Pero claro, las Madres no quieren héroes y mis amigos me acechaban. -¿Querés ser santo?”-me decían. Se acabaron hace tiempo-. Y así me quedaba sin lo sensual y sin lo sacro
   Más tarde adiviné que las hojas no hacen al viento, y me pregunté si no esquivaba fantasmas de la infancia. Y así predije que aquel encuentro con prostitutas cuando mi edad escaseaba no me hacia buscar lo sacro entre las migajas de mi condición humana… Y la vida, que te lleva por abismos tristes y oscuros, devoró las ansias de grandeza, y pude crecer, de una vez, de corazón

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