Inflamación

La Crucifixión no se repite en cada uno de nosotros, sino en todos. Diariamente, somos testigos de una presencia misteriosa, que nos abarca y nos consume. La vida poco a poco se nos va desnudando, envuelta en tul de seda. Se desenmascara, se deshace en nuestras caras: Nos muestra un rostro, un pecho y lentamente se desarma para quedar rendida a nuestros pies. Casi misteriosamente, nuestros ojos se encandilan en el deseo de intentar ver que existe en lo oculto; De traspasar la seda, de descubrir lo inmanentemente tapado. Nuestros ojos se ciegan, se consumen en esa bella y tormentosa batalla contra el velo, y por nuestra naturaleza, nos olvidamos de deleitarnos con los ojos delineados de la Vida que nos miran, con su boca carmesí, tornada ligeramente a un lado, como ironizando nuestro poco amor hacia ella.

La vida se descubre bellamente, con su música interna, con los vitrales que conforman su pubis. Va abriendo sus secretos a nosotros eternamente. Nos aficionamos a sus miles de rostros, le hacemos ver nuestra belleza con nuestra ansiedad. Ahogamos exclamaciones de deseo y de sorpresa ante sus caderas, ante su virginal ombligo, ante sus infinitos poros y matices.

La muerte mira con el mismo rostro, pero la observamos de oblicua manera. Su mirada nos traspasa, nos ahonda. Sabe que la tememos y se convierte en odio. Sabe que la rechazamos, pero nos cautiva. Tras su velo de seda blanca, o quizás negra, gris o roja, se dispone a besar nuestra boca: A nutrirse del temor. Se acerca a beber la sutil pócima que nosotros mismos preparamos de nuestros mismos labios.

Lo carnal se apropia de la mente. Se inunda de placeres nuestro sentido. Se corre la vista anticipando el hermoso final que nos tiene preparado nuestra amante. Nos gritamos a nosotros mismos, nos arañamos la carne, gritamos sin comprender la belleza de su acto. Sudamos al no saber ver el hombro blanco y virginal de la Vida, de deleitarnos con sus jugos, con su siembra. Exhalamos gritos de ahogo, de vísceras y hormonas, al no ver las lágrimas que se posan sobre su boca tibia y rosa.

Temblamos, la droga corre sobre nuestras venas mientras corremos hacia el vacío que sabemos, dejará nuestra alma cuando hayan bebido de nuestros labios. Nos arrancamos tiras de carne de nuestros brazos con las uñas. Giramos, recordamos con nostalgia esos momentos en que anhelábamos saber que se escondía atrás del velo. Gritamos sobre nuestras propias lágrimas. Lloramos. Lloramos amargamente, porque no podemos ver su lado descubierto.

Y la Muerte nos espera con fraternal parcimonia. Sabe bien que nuestros labios se posarán sobre ella y no a la inversa. Todo fue premeditado. En el telón del teatro ella hace sus finas danzas y nosotros observamos con esperanza que no termine. Que no nos llame y nos diga – Besa mis labios, muchacho.

0 comentarios:

Publicar un comentario