El reflejo del peregrino (Cuento)


 Cuenta la leyenda que las aguas del Mar Rojo se abrieron dando paso a Moisés y al pueblo hebreo, para llegar al otro lado y salvar así a su querido pueblo del ejército egipcio, que murió ahogado luego, tras intentar perseguir a Moisés por órdenes del emperador y faraón Constantino. Las aguas, como podría creerse, no se cerraron por siempre sino que como un péndulo, volvieron a abrirse, para permanecer en ese estado por muchos años, ofreciéndole al viajero un paso seguro, custodiado por los dos colosales y hermanados lagos.
 Estos dos gigantes, divididos por un pequeño trecho de tierra y viento, se extendían hasta el firmamento, lugar en que se dice se unía el cielo con la tierra, en comunión. Cielo y tierra se tocaban, y el peregrino maravillado solía acostarse en el camino mirando el cielo que nacía de sus manos, y que al tocarlo se estremecía en pequeñas ondas. Era, por otra parte, un goce infinito asistir a ese encuentro de noche, esperando el momento en que la luna alcanzara el cenit en el cielo iluminando ambos lagos y el camino de plateado, reluciendo cada arruga de la piel de las aguas, arrugas creadas por la suave brisa que también festejaba asistir albello momento.
 Cuenta esta leyenda, por otra parte, que los lagos podían comunicarse, contar las añoranzas de vivir nuevamente como uno solo, horizontal y perfecto. Solían acariciarse mediante gotitas que saltaban de uno a otro; y el viajero desprevenido que no mirara bien, podía recorrer todo el trayecto sin percatarse de los pequeños mensajes y consuelos que se mandaban los hermanos, desde allá arriba, cerca del firmamento, poniendo como excusa que viento los hacía inquietarse.
 Otra manera había de transmitirse mensajes: los viajeros, cuando pasaban, solían estirar ambas manos para sentir ambos lagos a un tiempo. Y realmente lo conseguían, pues ellos se conectaban tejiendo un lazo en torno del viajero haciéndole sentir infinitas cosquillas y otras maravillas.
  Un día de cuantioso y noble sol, pasaba un peregrino viejo y cansado ayudado por un bastón y un niño que le hacía de lazarillo. Este niño iba tropezando, mirando tanto el encuentro de los lagos con el cielo que amenazaba torcerse el cuello.
  Impulsivamente, como cosa meditada, estiró ambas manos y, tras sentir mariposas y estremecimientos en su cuerpo, riendo y casi llorando a un tiempo, pudo escuchar la conversación de los arcanos lagos. Abrió la boca y dejó que las palabras que giraban en su ser y más allá, mucho mas allá, se deslizaran por ella, escuchándolas su querido abuelo para escribirlas luego y crear la leyenda:

¿Qué verá el peregrino en nuestros brazos,
qué el viajero en las arrugas que forman
nuestra frente?
¿Verá su espejo,
multiplicado por el reflejo del reflejo?
¿O verá, acaso, el profundo lamento
de dos hermanos que lloran a un tiempo?



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